Estamos en el siglo XXI, y pese a ello en una pequeña sala de trabajo de un triste sótano todavía se ven claras diferencia entre señores y vasallos. Una de las pocas diferencias es que ahora los vasallos tienen que vestir traje y corbata para ser distinguidos entre la plebe.
Hace unos días uno de los señores que se sentaba al fondo de la sala se puso enfermo, y su buen compañero en un afán de ahorro de energía decidió apagar aquellas luces a pesar de que sus vasallos seguían trabajando en ese mismo lugar.
No quiero juzgarlo ni criticarlo, quien soy yo para hacer tal cosa, tal vez pensó simplemente que después de tantos años habrían sido capaces de desarrollar visión nocturna o se habían inmunizado ante semejante panorama, y en parte estaba en lo cierto. Aquellas personas habían dejado crecer en su interior un miedo tan grande a los corbatudos que no eran capaces de levantarse y de decir "aquí estoy", estaban tan acostumbrados a no luchar por nada, a besar el suelo por el que sus señores pasaban que solo comentaron que era una buena medida de ahorro.
Los de la sala gemela los mirábamos con simple tristeza de ver como se arrastraban por el suelo sin que les importara, y pensando con ironía como muchas veces el que ha sido vasallo antes que señor acaba siendo doblemente cabrón.
Estos últimos meses, mas que nunca, han sido mas que suficientes para estar completamente harta de corbatudos, trajeados, prepotentes, de los malditos bancos, de ese oscuro sótano, de que me tengan durante diez horas al día delante del ordenador sin hacer practicamente nada mas que mirar pasar el tiempo, y del miedo y la cobardía de la gente. Cuando alguien consigue infundarte miedo es cuando de verdad posee una parte de ti mismo y puede hacer contigo lo que quiera.
La semana pasada nos informaron a mi y a un compañero de que eliminaban nuestros puestos como programadores en aquel banco y que nos íbamos a la oficina, y a pesar de saber que este no es sino un simple paso previo a la calle, no pudimos reprimir una sonrisa de alivio al saberlo.
Desde ese día, los superiores de aquel banco que pusieron nuestros nombres en un papel no se han atrevido a mirarnos, e incluso han evitado el saludarnos al cruzarse con nosotros.
Hoy ha terminado una etapa de mi vida que ha durado exactamente seis años y un mes, y tenía dos opciones: ser melodrámatica y sentirme afectada o celebrarlo; por supuesto he elegido la segunda. Hemos llevado bombones para celebrar nuestra marcha y hemos tenido la educación que estos señores importantes no han tenido: ir a despedirnos de ellos. Pueden haberse portado mejor o peor con nosotros, pero no tiene porque significar el que debamos rebajarnos a su altura... y además, la cara de qué coj... hacen estos aquí ha merecido la pena.
Todo termina, y todo empieza. Me llevo mucho de estos años, así que supongo que ha merecido la pena.
Mañana después de tantos años, por fin veré la luz.