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martes, 18 de diciembre de 2012

Se llamaba Eva

En sus sueños se llama Eva; en la realidad no tiene nombre.
Le inventó un bonito rostro enmarcado por una melena ondulada, larga y oscura, y le dibujó unos ojos del color del cielo nocturno.

Eva no habla; pasea en silencio junto a él; las manos entrelazadas mecánicamente, el paso tranquilo.
Escucha el silbido tenue de los pájaros sobre las ramas de los árboles, y el arrastrar de cadenas de aquel fantasma que los acompaña día y noche desde hace algunos días.
De vez en cuando se gira un instante, y sonríe con tristeza al encontrar aquellos ojos ausentes.

En sus sueños, pasea en silencio siguiendo cada uno de sus pasos.
De vez en cuando alguna lágrima resbala por su mejilla y cae sobre la tierra seca resquebrajando su superficie y creando grietas que se extienden desde sus pies hacía la nada existente dos metros allá, pero la composición de su rostro no se ve alterada.
Los mismos árboles que hace diez años la vieron interpretar aquella película de la que ahora no es sino una simple espectadora, la ven ahora en blanco y negro, como un recuerdo que intenta revivir un pasado inexistente, arrastrando un dolor tan intenso que apenas le permite levantar la mirada del suelo.

Ella no sabe por qué continúa siguiéndolos; tal vez, no tenga ningún lugar a donde ir. Desearía poder borrar de su mente esos últimos diez años y ver frente a si una simple foto de una tarde de verano, pero no puede olvidar.
En algún momento se atreve a levantar la mirada, y en ese preciso instante la ve girarse lentamente, y le devuelve una leve y triste sonrisa que le apuñala con fuerza el corazón.

El viento cambia de dirección, la luz del sol se apaga lentamente y la niebla cubre el horizonte haciéndolo invisible, pero ella no es consciente de nada. En silencio sigue preguntándose una y mil veces por qué, y sigue jurando al cielo que lo esperará siempre, y sigue prometiendo jamás olvidar.

Levanta la vista esperando encontrarse de nuevo aquellas siluetas que lo obsesionan, y se prepara para la punzada de dolor que le provocará de nuevo el encontrarse con su mirada, pero el escenario ha cambiado. Los árboles que un día formaron parte de su pasado y ahora sólo forman parte de su recuerdo han desaparecido, y las lágrimas parecen haber borrado completamente el color de un suelo gris y pedregoso.
A lo lejos, no hay nada. Nadie a quien seguir, no hay pisadas que buscar, simplemente no hay nada.



Entonces despierta.

Observa el hueco vacío de la cama durante algunos minutos, y aquella foto que colocó en su mesilla el mismo día que se marchó.
Está amaneciendo a través de su ventana.
Se pone en pie, coge aquella foto y la guarda en un cajón deseando que algún día sus sueños vuelvan a cubrirse de sangre y desaparezca el dolor de la realidad.

jueves, 9 de agosto de 2012

Cada caricia eran meses, cada beso...

Se llama Eva, y tiene treinta años.
Su cabello es oscuro y liso; su cuerpo pequeño y delgado, y hoy sus ojos tienen un brillo diferente.

Un día su vida se cubrió de tristeza.
Aquella persona que le había prometido ofrecerle todo su amor y todo su futuro, aquella en la que tanto había confiado, la abandonó por otra, y se sintió traicionada, como un muñeco viejo sustituido por uno nuevo que todavía conserva un aire desconocido o un olor especial.

Se llama Adrián, y tiene treinta años.
Su cabello es oscuro y rebelde; su cuerpo grande y fuerte, y hoy sus ojos rasgados también tienen un brillo diferente.

A lo largo de los años su vida se había llenado de amargura.
Aquella persona a la que había prometido ofrecer todo cuanto era, hacía tiempo que había dejado de demostrarle su amor, y el tiempo pasó hasta desgastar sus propios pensamientos y la simple ilusión de vivir.

Llevaban meses viéndose a diario sin apenas saber el nombre el uno del otro, pero un buen día la historia tomó un rumbo diferente. Él se sentía agotado y miserable; ella se sentía sola, se sentía tremendamente perdida.

Sin saber por qué, él confió en aquella desconocida para contarle todo aquello que nadie jamás había escuchado, todo aquello que le estaba matando por dentro en silencio y lenta agonía, desnudó su alma y por primera vez en muchos años se sintió libre mientras ella simplemente le escuchaba; se convirtió en el hombro en el que apoyarse y en la luz al final del camino; al cuarto día, ella le confesó que le quería, y sin dudarlo un instante, el contestó que también.

Pasó el tiempo; en los rostros de ambos se borraron las arrugas de la edad, rejuvenecieron diez años, y con la ilusión de un niño aprendieron de nuevo a sonreir, a sentir un abrazo, a besar, a desear que el tiempo se parara por siempre por un simple roce de su piel, y a vivir; el día que aprendieron a vivir sus miradas se iluminaron hasta no necesitar otra luz que alumbrara sus caminos.

Se trasladaron a un pequeño piso de enormes ventanales sin cortinas, y ahí alimentaron su amor, sin prisas, vieron crecer su confianza y sus ilusiones día a día, y nacer a una pequeña niña de rizos rubios y ojos castaño claro.


Desde el edificio de enfrente, una anciana los observaba día y noche a través de un pequeño agujero abierto en la pared al que ni siquiera se le podía denominar ventana.

Sentada en una pequeña banqueta azul, los observaba reír y conversar y mientras veía crecer a la pequeña de rizos.

Hacía tiempo que había dejado de vivir, de comer, reir y sentir; cualquier rastro de ilusión por la vida se escapó por aquel pequeño agujero. Hace poco también ella tenía treinta años, ahora los sentía como ochenta.

En su soledad, únicamente hablaba con la sombra de un pasado que ahora se encontraba al otro lado de la calle, rozando la mano de otra, y su vida se limitaba a observar con tristeza aquella vida que le correspondía y que un día le arrancaron de los brazos creyendo que su amor se había agotado.

Jamás quiso olvidar, le suplicó que regresara, le imploró, lloró hasta que se le agotaron las lágrimas, y finalmente, juró esperarle toda la vida, y así lo hizo.

Cada caricia que presenciaba le restaba meses de vida, cada beso... años.